7 de noviembre de 2014

Porque este mundo no lo entiendo

(Escrito el martes 4 de noviembre. Editado y publicado el viernes 7 de noviembre)
Hoy a mediodía me he tropezado con ESTA NOTICIA que varias amigas habían compartido en sus RRSS.

A duras penas he podido acabar de comer porque el estómago se me ha encogido y se ha cerrado totalmente. Me ha costado leer el texto entero, primero porque es tan duro lo que cuenta, tan gráfico... que espanta; segundo, porque al poco de comenzar he empezado a llorar, y las lágrimas no me dejaban leer con claridad. De todas maneras, si no hubieran sido las lágrimas habrían sido las imágenes, inevitables, que mi mente proyectaba conforme avanzaba la lectura.
He tenido que parar en más de tres ocasiones, porque sentía angustia... Porque las lágrimas no me dejaban seguir. Y la verdad es que me he quedado muy amarga, tristísima... Hablando en plata, me he quedado jodida. Tanto que he pasado el resto del día pensando en el tema de bullying, en este caso en concreto, intentando ponerme en la piel de alguien que ha sufrido tanto, y he sentido la necesidad de escribir para purgar toda esa intranquilidad.
 Lo peor ha venido hace un rato, cuando, para compartir con vosotros el enlace, he vuelto a releer la noticia, y he vuelto a sentir ese nudo en la garganta, ese puñetazo en el estómago... Siento que este tipo de hechos no son un tema de profesores por un lado y padres por otro. Cuando un niño pide ayuda, bien a gritos bien en silencio cambiando radicalmente su manera de ser, nos está mandando señales inequívocas de que algo no va bien. Mal por los profesores que no vieron más allá, si es que así es, y mal por los padres si tampoco lo hicieron, si es que es así la historia. En mi opinión, la educación debería ser un mundo en el que la colaboración, la comunicación y el trabajo en equipo fueran los reyes, y sin embargo no es así. Cuando cada cual sólo se preocupa de mirar hacia el lado en el que está, pasan estas cosas... Los que están en medio, los niños, los verdaderos protagonistas... se quedan solos, se hunden, y sufren, sufren mucho. Me parece aberrante, indignante, horrible y espeluznante que, en los tiempos que corren, con tanta psicología barata tan de moda y demás no seamos capaces de detectar algo así. Me estremezco de pensar en este pobre niño, porque a continuación me vienen a la cabeza las caritas de mis hijos. 
De verdad, ¿en qué mierda de sociedad vivimos? ¿Qué clase de sistema permite que estas cosas ocurran? Es asqueroso.
Hace un par de años que Pichu empezó el "cole de mayores". Iba feliz y todos los días tenía algo que compartir con nosotros cuando hablábamos de nuestro día una vez ya en casa. Sin embargo, una tarde a la hora del baño, al desvestirla le descubrimos en el brazo la marca de dos mordiscos, uno sobre otro. Tenía la marca de todos y cada uno de los dientes de quien le mordió, la zona amoratada-rojiza y pequeñas marcas de sangre donde los dientes habían cortado más. Me quedé helada, blanca, horrorizada... y sentí miedo. Sentí miedo porque mi hija no había dicho nada a nadie, ni en el cole ni a nosotros al salir, porque al preguntarle nos contó que un compañero le había mordido dos veces con mucha rabia, que no sabía por qué había sido, y que ella no había gritado ni se lo había dicho a su maestra. Hablamos con ella y la creímos cuando nos dijo que ella no le había dado motivos a su compañero para que hiciera aquello, básicamente porque Pichu es incapaz de hacerle daño a una mosca. Entonces, sentí unas ganas tremendas de llorar porque me aterraba la idea de que aquello se repitiese, de que aquel compañero la hubiera tomado con ella vete tú a saber por qué, pero sobre todo de que ella callase cuando alguien le hiciera daño, daño físico y daño psicológico. Podéis llamarme alarmista o exagerada, pero qué queréis que os diga, vivo entre niños porque soy maestra, y por suerte o por desgracia, sé que los niños no vienen aprendidos del útero materno, y que hay que ayudarles a afianzar su personalidad, darles la manita en sus primeros años para que luego sean capaces de volar solos.
Hablamos con Pichu, que nos confesó que sí había llorado (un poco) mientras su compañero le mordía. Supusimos que le pilló tan desprevenida que no pudo reaccionar. Lo que no conseguimos entender fue por qué no dijo nada, y ahí fue donde nos extendimos largo y tendido para hacerle entender que SIEMPRE, SIEMPRE QUE TENGA UN PROBLEMA que no sepa resolver, HA DE PEDIR AYUDA. Le explicamos que eso NO ES CHIVARSE, ya que este concepto aterra a los escolares, que no acaban de entender que contar las cosas y pedir ayuda no es lo mismo que acusar.
Al día siguiente hablé con su maestra, que rápidamente averiguó y trató el tema en clase. Y, por suerte, no se volvió a repetir, ya que sé que los papás de este compañero también intervinieron en seguida. Bajo mi punto de vista, en este caso las cosas se hicieron como debe ser. Ocurre algo y todos los frentes, sin ánimo de fastidiarse sino con el firme propósito de buscar soluciones, van unidos, trabajan en consonancia y de la mano.
Cuando un niño no habla, no cuenta las cosas, hay algo que sí habla por sí sólo: las magulladuras, las rojeces, las marcas en su piel y... su actitud. Los niños son personas con la sensibilidad al máximo nivel, sabemos por experiencia que el mínimo cambio en sus vidas, en su rutina diaria, los altera, ya sea poco o mucho, pero así ocurre, y en nuestra mano está el ayudarlos a recomponerse. Por tanto, ante algo tan gordo como un acoso, un maltrato, unas vejaciones continuas y repetitivas... nuestros hijos dejarían de ser ellos mismos para convertirse en personas o más introvertidas o más agresivas. Sea como fuere, notaríamos un cambio radical en su carácter, aunque no lo hablen, aunque callen, aunque oculten. Si los conocemos bien, nos valdría una simple mirada para darnos cuenta de que sus ojos miran al vacío, de que su brillo ya no está y de que su caída es triste o temerosa.
Los padres somos los máximos y primeros responsables de la vida de nuestros hijos, y en consecuencia, debemos preocuparnos por cualquier signo de alarma que no nos deje dormir, no hay más. Dejarlo pasar como algo normal no es la opción. Algo normal es una caída fortuita, un empujón jugando, un enfrentamiento puntual como parte de la relación con sus iguales... punto. Pero si mi hijo cambia su actitud o llega a casa con señales de violencia, del tipo que sea, y en más de una ocasión, moveré cielo y tierra para averiguar qué está pasando y ayudar a poner fin a esa situación.
Los maestros somos colaboradores directos de los padres, al igual que los padres lo son de los maestros. Eso implica que, si algo está ocurriendo con un alumno y se me pide ayuda, mi obligación, moral más que profesional, es remover Roma con Santiago hasta cerciorarme de que todo ha sido, de verdad, "cosa de niños" o de que, si ha sido algo no tan inocente, no vuelva a repetirse jamás. En el colegio los maestros somos los padres de nuestros alumnos. Somos sus brazos cuando no alcanzan algo, sus ojos cuando no son capaces de ver algo por sí mismos...somos sus padres "de prestado". Si no hemos sido capaces de detectar un cambio a ese nivel en uno de nuestros alumnos (si hay padres que no lo hacen y son padres únicos, imaginad lo fácil que puede resultar no hacerlo con 25 "hijos"), o no hemos sabido de un golpe propiciado a escondidas en un baño porque la víctima no nos lo ha contado, sí hemos de darnos prisa en averiguar y estar ojo avizor a la primera misiva que nos llegue de casa. Es así de sencillo. Girar la cara no es la solución. Es de cobardes.
Lo jodido difícil viene cuando ni en casa ni en la escuela se captan las señales. Cuando un niño está solo de verdad ante el peligro porque sus mayores no han sabido interpretar sus cambios, porque un golpe en el mismo sitio taitantas veces se ha tomado como juego de niños, cuando quien tenía el poder de poner tierra de por medio y parar ha girado la cara y ha mirado para otro lado.
Señores, señoras, bastante mierda es ya el mundo en el que vivimos; un mundo en el que los que tienen el poder de hacer las cosas bien se dedican a robar y quitarle el pan a quienes más lo necesitan, un mundo en el que la guerra es la forma de comunicación universal, un mundo donde muchas veces la gran mayoría dudamos de esta gran mentira en la que nos mantenemos a flote. Pues digo yo que, como mínimo, deberíamos cuidar a aquellos que no han pedido venir a esta maravilla y que aquí están, creciendo a marchas forzadas para aguantar el chaparrón. Sí, eso es, ellos son nuestros hijos y/o alumnos.
Mi cabeza va a mil con este tema porque, ni como madre ni como maestra, soporto el maltrato de ningún tipo: verbal, físico o psicológico. No lo consiento ni en su versión más light a modo de fastidio continuo en forma de comentarios de mal gusto. NO. Es por ello que jamás me parecerá cosa de niños el que (espero que nunca) Pichu o Rubiazo lleguen del colegio con alguna señal en su cuerpo, ni que de pronto su carácter cambie de manera radical. Igual que jamás consentiré que sean ellos quienes propicien el maltrato a otros. Y tampoco me parecerá un juego de niños que un alumno mío amenace a otro, sea lo tonta que sea la amenaza, ni que se ría de otro. Mientras esté en mi mano, no permitiré que alguien que deposita su confianza en mí desde su primera mirada, sufra. Ni mis hijos ni mis alumnos.

Y ahora vamos a por los terceros en discordia... Los padres o tutores legales de "los otros", de esos que no han sufrido el acoso sino que se han divertido a costa de los que sí lo han padecido. Los padres de los autores de todas esas aberraciones y vejaciones. ¿Dónde están? ¿En qué momento dejaron de tener autoridad sobre sus hijos como para que estos cambiaran la libertad por el libertinaje? ¿Cuándo dejaron que los límites, más que necesarios, se esfumaran en el calor de su hogar y permitieron que sus hijos se convirtieran en tiranos torturadores? Cuando hablamos de la importancia de los LÍMITES (hablé hace poco AQUÍ de ellos) lo hacemos con la experiencia como baza, sabiendo que cuando nos creemos mejores padres por consentir todo y a toda hora, en realidad, nos estamos equivocando. LIMITAR NO ES AMAR MENOS O PEOR, todo lo contrario, ES AMAR DE VERDAD. 

Y ahora, os tengo que confesar que no creo que pueda volver a leer esta noticia de nuevo. Nunca he podido ver películas en las que se tortura, en las que hay escenas de violencia, ni explícita ni implícita. Con lo que leer algo que sé a ciencia cierta que ha ocurrido, y ocurre, me crea tal angustia que me cuesta recomponerme. No entiendo la violencia. No entiendo que no se pongan las medidas pertinentes. Me aterra pensar que la inocencia de unos niños no existe y se cambia por premeditación y alevosía y mucha mala sangre. 

Abramos los ojos al mundo. Pero sobre todo, bajemos la vista hacia esas caritas que apenas nos llegan al estómago, miremos sus ojos, escuchemos su silencio, dialoguemos con ellos, creamos sus historias... Evitemos que sus vidas inocentes acaben convirtiéndose en un infierno al que ellos no pidieron venir.

CON M DE MAMÁ y V de VACÍO

3 comentarios:

  1. No puedo comentar nada,tengo un nudo en la garganta,como madre porque no quiero que mi hija se convierta en la torturada ni en la torturadora,porque no se donde lo aprenden,de donde sacan tanta rabia para hacer lo que hacen y yo siempre le digo a mi hija que cuente todo,aunque lo que cuente no me guste,prefiero poder arreglarlo.

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Estaré encantada de que opines, te expreses, me cuentes cosas y, en definitiva, de que nos comuniquemos ;) ¿Te animas a hacerlo?