Os voy a contar un secreto.
Desde hace casi cinco años, guardo en una bolsa cerrada, con dos nudos, dos pijamas y una camisa de mi padre.
Al principio de haberlo perdido, tenía costumbre de abrir la bolsa y coger alguna de las prendas para abrazarla, porque como ocurre con las personas que ya no están, la magia del olor suele devolverte a ellas durante un rato.
Un buen día, decidí cerrar la bolsa y no volver a abrirla. Tenía miedo de que su olor se perdiera para siempre, y con él, la única oportunidad de sentirlo vivo sin tenerlo.
Hace un rato, Daniela nos ha dicho que no podía dormirse. Mañana empieza el cole y los nervios del primer día no la dejaban descansar, a pesar de querer.
Cuando quieres dormir y no puedes, no importa las palabras que puedan decirte, el cerebro va a mil revoluciones y a su aire. Pues, pensando en cómo ayudarla, sólo se me ha ocurrido "abrazarla" a su abuelo para que encontrara un poquito de paz, como yo he hecho en el pasado tantas veces.
Así que, después de unos años sin abrirla, hoy he vuelto a abrir la bolsa de papá. Y le he dejado a Daniela uno de sus pijamas que, mágicamente, sigue oliendo a él.
Su reacción me ha roto y me ha ensanchado el corazón a partes iguales. Lo ha reconocido en seguida, porque ella también solía abrazarlo cuando yo lo hacía, y se ha puesto a llorar cogiéndolo con fuerza y dándome las gracias.
Cuando he conseguido calmarla, le he pedido que lo abrazara toda la noche y aprovechara su magia, que seguro que le ayudaba a relajarse.
Ella, que me conoce como nadie, me ha preguntado si me lo había encontrado de casualidad y se lo había llevado, o si lo había sacado adrede, porque sabe que llevaba años sin hacerlo. Yo le he dicho que cogerlo es lo primero que he pensado cuando intentaba idear cómo ayudarla, y que si en su día cerré esa bolsa por miedo a perder la poca esencia que me quedaba del abuelo Pepe, sabía que hoy era el día en que tenía que volver a abrirla para hacer sonreír y calmar a su princesa, como él la llamaba.
Cuando he vuelto a mi habitación para guardar el resto de cosas, no he podido evitar abrazar la bolsa, meter la cabeza entre su ropa y llorar. He llorado mucho. Muchísimo. Porque a mí también me vienen bien sus abrazos, y porque sigo sin comprender cómo puede ser que unas simples prendas sigan oliendo a mi padre y tengan el poder de devolverme a sus brazos un rato.
En ese momento ha entrado Daniela, que me ha oído llorar, me ha abrazado fuerte, y, acariciándome el pelo, me ha dicho: GRACIAS MAMÁ. TE QUIERO MUCHÍSIMO.
Y así hemos estado un rato, como antes en su cama. Sólo que la que lloraba ahora era yo. Y ella la que me abrazaba para calmarme.
A veces, nos llenamos de miedos absurdos, y dejamos de hacer cosas o cambiamos nuestras maneras sólo porque nos avanzamos a lo que pueda pasar. Y sin querer nos perdemos mucho, o todo.
Mi miedo a "perder" del todo a mi padre me ha privado de abrazar su ropa estos últimos años.
Mi amor por mi hija, como tantas otras veces, me ha lanzado a hacer algo que no habría hecho por iniciativa propia, por miedo. Y sin embargo, el premio por haberme atrevido ha sido doble: recuperar el olor a papá y la sonrisa de Daniela... Que me hace grande.
¿Cuántas veces guardamos en una bolsa con doble nudo nuestros anhelos, nuestros sueños, nuestras ganas... Por miedo a que no sean, no se cumplan o mueran para siempre?
Me has emocionado. Tiene que ser precioso recuperar por unos momentos esos abrazos. Qué gran regalo fue para las dos.
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