A mí en casa, de bien pequeñita, me enseñaron eso de que "las comparaciones son odiosas".
Supongo que por eso no me comparo nunca con nadie, salvando las distancias, claro, de la puñetera adolescencia, en la que me comparaba hasta con los maniquíes de las tiendas, por aquello de que es una edad mala para aceptarte tal y como eres y para querer ser siempre justo como no eres...
Si no me comparo con nadie es, básicamente, porque no entiendo para qué me sirve hacerlo.
Creo que ése es uno de los motivos por los que soy feliz, al margen de las circunstancias.
No comparo mi vida con la de los demás. No miro al de al lado todo el tiempo para valorar si lo suyo es mejor o peor que lo mío. Simplemente me dedico a disfrutar de lo que soy, de los míos y de donde estoy.
Creo que quizás es por eso que no envidio ni anhelo lo del vecino.
No es que me dé igual su vida, ojo, nada que ver. Muy al contrario, sé alegrarme por las alegrías ajenas, felicito el éxito de otros y pretendo aprender de quienes saben más y mejor que yo. Pero, simplemente, ni deseo ser ellos, ni tener lo que tienen, ni hacer lo que hacen, ni obvio, tampoco les deseo ningún mal, ni me molesta que les vaya bonito, porque sé que eso no influye en que a mí la vida me trate mejor o peor.
Ahora me diréis que esto es un básico, como lo del vaquero con camiseta blanca. Puede ser. Pero que sea básico no quiere decir que sea universal. ¿Estamos?
Los humanos somos unos cachondos.
Nuestra seguridad se mide en función de la seguridad de los demás, y no la nuestra propia.
No llevamos bien el brilli-brilli ajeno.
Y como nos da miedo que el reflejo del otro tape nuestra propia imagen, pues jugamos a oscurecer la estancia. Y así nos va. Que, con tanta penumbra, andamos más perdidos que un pulpo en un garaje...
A mí en casa, de bien pequeñita, me enseñaron eso de que "las comparaciones son odiosas".
Y hoy, bastante más mayor y con la mitad del recorrido ya hecho, puedo decir que tenían razón.
Compararse con los demás sólo sirve para una cosa: ser infeliz.
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