-¿Puedo hacerte una pregunta?
-Sí, claro.
-¿Tú nunca te enfadas?
-Jeje, sí, claro que me enfado, como todo el mundo.
-No me lo creo. Siempre sonríes.
Esa conversación tuvo lugar en el comedor de profesores y maestros del primer colegio en el que trabajé, hace casi... Bueno, dejémoslo en mucho tiempo, y la recuerdo como si fuera ayer. La que respondía era yo. A la que bautizaron con "la chica de la eterna sonrisa". Supongo que la recuerdo porque me esperaba una pregunta mucho más comprometida por la expresión de quien me preguntaba; quizás porque, simplemente, me sorprendió que mi sonrisa fuera motivo de curiosidad. Sea como fuere, guardo el momento como un punto de inflexión en mi vida, ya que me hizo plantearme mucho, pero sobre todo, me ayudó a reconocerme un poco más y a decidir que mi sonrisa me acompañaría siempre, a pesar de los pesares, que no han sido ni pocos ni muchos, sólo los suficientes como para darme cuenta de que sonreír ayuda a ver la parte positiva de todo, o casi todo.
Me enfado, claro que lo hago, y conforme me hago mayor, yo creo que bastante más. Porque me enfado con el mundo injusto en el que vivimos y con quienes lo (des)dirigen. Me enfado con la maldad y la frivolidad de las personas que me rodean. Me enfado mucho conmigo misma porque me exijo mucho también. Así que por esto mismo conmigo me enfado el doble, cuando no llego a lo que me he propuesto, y cuando aterrizo porque me doy cuenta de que me exijo el 200% y eso no es sano, ni bueno, ni básicamente necesario.
Me enfado porque, aunque voy aprendiendo, me sigue costando decir NO. Y porque cuando lo digo, me siento mal por haberlo hecho. Pero, por suerte, cada vez lo digo un poco más y me enfado un poco menos.
Me enfado porque no aprendo y me doy del todo a quien le tiendo la mano, porque soy extra confiada por naturaleza y no pienso ni en las consecuencias ni en lo que supone. Me enfado porque, de pronto, me veo inmersa en mil historias que ya tienen dueño pero que se han hecho un poco mías al haberlas escuchado, y porque permito que en ocasiones roben espacio a las mías propias.
Me enfado porque me entrego tanto cuando abro el corazón, que me olvido de mí y de mis necesidades, y porque sigo haciéndolo a pesar de sentirme utilizada por aquellos a quienes les abro las puertas de mi amistad y encima les entrego la llave maestra, para poco después ver como la dejan caer en alguna alcantarilla y sólo llaman cuando lo necesitan.
Me enfado porque sé que ni voy a cambiar ni voy a tan siquiera intentarlo, porque me siento feliz sonriendo a quien tengo delante, sonriendo a la adversidad y sonriéndole al reflejo en el espejo cada mañana, a pesar de los días grises, los días negros y los días de mierda.
No sé si me enfado más que sonrío, o sonrío más que me enfado. Sí sé que si sonrío es para no enfadarme y porque sé que mi sonrisa mueve montañas, al menos las mías y las de los míos. Y al final de la corrida, eso es lo que realmente importa.
CON M DE MAMÁ, S de SONRISA y E de ENFADO
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