Aun sin querer juzgar, el ser humano tiene la santa costumbre de etiquetar a primera vista. Tenemos cierta tendencia a, al menos, hacernos una idea del tipo de persona que tenemos delante, bien por su mirada, por su sonrisa (si nos ha dedicado alguna), o bien por su aspecto físico en general, incluso por su voz. Considero que, hasta ahí, es algo inevitable y normal. Pero, todo lo que pase de esa primera impresión (que dicen que es la que cuenta y, la verdad, no suele fallar), pasa a ser "juicio", y muy probablemente injusto, porque no sabemos en qué circunstancias se halla quien tenemos delante, ni con cuántos males le ha hecho lidiar la vida.
Hace no mucho viví una de esas situaciones que luego miras en la distancia y te hacen debatirte entre la carcajada y la oda al surrealismo. No entraré en detalles, no es necesario, pero la cuestión es que sentí que se reían de mí, así, tal cual, a mis casi 38 añazos. Y en mi cara. Ya digo que mirado con la lupa benevolente "del día siguiente", probablemente no fue así, y si lo fue, me importa poco. No, no soy soberbia o excesivamente orgullosa o vanidosa, simplemente voy aprendiendo a que hay (muchas) cosas que jamás me quitarán el sueño ya. ¿Por qué? Pues porque no son ni importantes ni necesarias, al menos no para mí.
Importante es el bienestar de los míos (y el mío propio), ya bien sean familia o amigos del alma, sus opiniones y sus criterios y críticas. De ellos sí. Pero de quienes no comparten conmigo más que un rato al día o ni eso, voy aprendiendo a sacudirme rápido "sus" pulgas, buenas o malas. Porque considero que tan dañinos son los halagos gratuitos de quienes apenas saben de ti más lo que ven, como las lenguas viperinas que con arte y gracia consiguen que te llegue lo que de ti piensan.
En serio, me importa un comino. O dos.
Quienes de verdad me conocen saben que soy extremadamente sentida y sensible; que no creo que sea ni bueno ni malo, es sólo mi manera de ser. Pero justo por ser así me ha costado más que a otros aprender a pasar de lo que el mundo dice, e interiorizar que el mundo somos los míos y yo.
Evidentemente, hay y seguirá habiendo situaciones como la del otro día que me choquen y me dejen pensativa. Pero de pensar un rato a sufrir va un desierto entero. Así que me permitiré parar en su oasis, pero no para estancarme ni mucho menos para quedarme a llorar porque no llego al final del trayecto.
Sólo tengo 37 años. Me queda, espero, mucho por vivir, experimentar y recorrer. Pero quienes comparten mi vida saben que también con sólo 10 había vivido mucho más que otros con mi edad actual. A partir de ahí, invito a aquellos que no comparten mi vida por completo pero que de alguna manera forman parte de ella, o a quienes algún día se cruzarán conmigo, a que pasen, NO JUZGUEN, y vean. Yo, a cambio, prometo igualmente ver, oír y callar. Y sobre todo, SONREÍR.
CON M DE MAMÁ y J de JUICIOS
Ay, como entiendo lo que dices... Por esto yo nunca juzgo a nadie: porque no me gusta que lo hagan conmigo. ¡Ánimo!
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